El doctor Juvenal Urbino despliega todavía en los Años 30, a sus ochenta y uno, la inmensa capacidad de un gran señor, científico y catedrático; también su voluptuosidad de costumbres, su autocomplacencia y su arbitrariedad. El marco es Cartagena de Indias, la «Mui noble i mui leal» puerta de entrada a Colombia desde el Caribe. La pluma mágica e irónica de García Márquez hará que, pese a todo, el gran médico muera en el intento de descolgar de su escondite arbóreo al irreverente loro de la casa.
En el año anterior, el doctor Juvenal Urbino había celebrado los ochenta con un jubileo oficial de tres días, y en el discurso de agradecimiento se resistió una vez más a la tentación de retirarse. Había dicho: «Ya me sobrará tiempo para descansar cuando me muera, pero esta eventualidad no está todavía en mis proyectos». Aunque oía cada vez menos con el oído derecho y se apoyaba en un bastón con empuñadura de plata para disimular la incertidumbre de sus pasos, seguía llevando con la compostura de sus años mozos el vestido entero de lino con el chaleco atravesado por la leontina de oro. La erosión de la memoria, cada vez más inquietante, la compensaba hasta donde le era posible con notas escritas de prisa en papelitos sueltos, que terminaban por confundirse en todos sus bolsillos, al igual que los instrumentos, los frascos de medicinas y otras tantas cosas revueltas en el maletín atiborrado.
Medicinas secretas
Tenía una rutina fácil de seguir, desde que quedaron atrás los años tormentosos de las primeras armas y logró una respetabilidad y un prestigio que no tenían igual en la provincia. Se levantaba con los primeros gallos, y a esa hora empezaba a tomar sus medicinas secretas: bromuro de potasio para levantarse el ánimo, salicilatos para los dolores de los huesos en tiempo de lluvia, gotas de cornezuelo de centeno para los vahídos, belladona para el buen dormir. Tomaba algo a cada hora, siempre a escondidas, porque en su larga vida de médico y maestro fue siempre contrario a recetar paliativos para la vejez: le era más fácil soportar los dolores ajenos que los propios. En el bolsillo llevaba siempre una almohadilla de alcanfor que aspiraba a fondo cuando nadie lo estaba viendo, para quitarse el miedo de tantas medicinas revueltas.
A los ochenta y un años conservaba los modales fáciles y el espíritu festivo de cuando volvió de Paris, poco después de la epidemia grande del cólera morbo. El cabello bien peinado con la raya en el medio seguía siendo igual al de la juventud, salvo por el color metálico. Desayunaba en familia, pero con un régimen personal: una infusión de flores de ajenjo mayor, para el bienestar del estómago, y una cabeza de ajos cuyos dientes pelaba y se comía uno por uno masticándolos a conciencia con una hogaza de pan, para prevenir los ahogos del corazón.
Especialista en casos perdidos...
Almorzaba casi siempre en su casa; hacía una siesta de diez minutos sentado en la terraza del patio, luego leía durante una hora los libros recientes y le daba lecciones de francés y de canto al loro doméstico. A las cuatro salía a visitar a sus enfermos, después de tomarse un jarro grande de limonada con hielo. A pesar de la edad se resistía a recibir a los pacientes en el consultorio, y seguía atendiéndolos en sus casas, como lo hizo siempre. Aunque se negaba a retirarse, era consciente de que sólo lo llamaban para atender casos perdidos; pero él consideraba que también eso era una forma de especialización. Era capaz de saber lo que tenía un enfermo sólo por su aspecto. Cada vez desconfiaba más de los medicamentos de patente, y veía con alarma la vulgarización de la cirugía. Decía: «El bisturí es la prueba mayor del fracaso de la medicina». Pensaba que con un criterio estricto todo medicamento era veneno, y que el setenta por ciento de los alimentos corrientes apresuraban la muerte. «En todo caso -solía decir en clase-, la poca medicina que se sabe sólo la saben algunos médicos.» De sus entusiasmos juveniles había pasado a una posición que él mismo definía como un humanismo fatalista: «Cada quien es dueño de su propia muerte, y lo único que podemos hacer, llegada la hora, es ayudarlo a morir sin miedo ni dolor». Pero a pesar de estas ideas extremas sus antiguos alumnos seguían consultándolo, pues le reconocían eso que entonces se llamaba ojo clínico.
Frecuentación de la muerte
Hasta los cincuenta años no había sido consciente del tamaño y el peso y el estado de sus vísceras. Poco a poco, mientras yacía con los ojos cerrados después de la siesta diaria, había ido sintiéndolas dentro, una a una, sintiendo hasta la forma de su corazón insomne, su hígado misterioso, su páncreas hermético. Cuando se dio cuenta de sus primeros olvidos, apeló a un recurso que le había oído a uno de sus maestros en la Escuela de Medicina: «El que no tiene memoria se hace una de papel». Sin embargo, fue una ilusión efímera, pues había llegado al extremo de olvidar lo que querían decir las notas recordatorias que se metía en los bolsillos.
Por pura experiencia, aunque sin fundamento científico, el doctor Juvenal Urbino sabía que la mayoría de las enfermedades mortales tenían un olor propio, pero ninguno era tan específico como el de la vejez. Lo percibía en los cadáveres abiertos en canal en la mesa de disección, lo reconocía hasta en los pacientes que mejor disimulaban la edad, y en el sudor de su propía ropa y en la respiración inerme de su esposa dormida.
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