Salud al Margen
Historia con salud
Penitencias y flagelaciones en la España del XVIII
Tradiciones y leyendas sevillanas, por José María de Mena. Ed. Plaza y Janés, Barcelona: 1988.
Los subtítulos en el texto han sido intercalados por la redacción de S(i)C.
Durante siglos, mortificar el cuerpo para elevar el espíritu fue práctica habitual en el Occidente cristiano. Consecuencia patológica de esa actitud fue el hábito de flagelarse, con reminiscencias aún vivas en algunas poblaciones españolas por el tiempo de Semana Santa. En el siguiente texto se detallan las características que asumía esa costumbre en pleno Siglo de las Luces. El autor, renombrado catedrático, periodista y académico, es descendiente directo del poeta renacentista Juan de Mena (1411-1456) y del escultor Pedro de Mena (1628-1688).
Tanto en nuestra capital [Sevilla] como en Fuentes de Andalucía, La Campana, Arahal, Marchena, Montilla y otros pueblos andaluces, existía la costumbre de que los penitentes e incluso los simples nazarenos de las cofradías [es decir, los que acompañan las procesiones de Semana Santa, con vestimenta singular de túnica y capirote, o capucha, n.d.R.], se azotasen en público durante las procesiones. Unas veces la flagelación la hacían por sí mismos, llevando unas disciplinas hechas con cuerdas de cáñamo en cuyas puntas se habían fijado abrojos de hierro, o bien azotes hechos de hilo blanco finamente trenzado, que por su finura fácilmente rasgaban la piel de la espalda, arrancando sangre. También usaban la «almeta», que era una especie de raqueta de madera revestida de pez [resina similar al alquitrán] en una de sus caras. A la pez se fijaban menudos trozos de vidrio puntiagudos. Algunos penitentes, en vez de azotarse por su propia mano, eran azotados por un compañero.
También se usó la llamada «cerote», o pelota de cera amarrada con una cuerda de hilo. Llevaba clavadas unas puntas de hierro; el disciplinante la volteaba con la cuerda y la dejaba chocar contra su espalda una y otra vez. Muchos disciplinantes iban en la procesión con la espalda descubierta y la cara tapada con un lienzo blanco.
Devotos y seductores
Habiéndose mezclado a la devoción y penitencia cierta vanidad y jactancia de demostrar mayor hombría haciéndose más sangre, los disciplinantes recurrían a arbitrios sorprendentes y muchas veces brutales. Cuenta Eduardo Caballero Calderón en su libro Ancha es Castilla que los antiguos disciplinantes estudiaban la manera de salpicar la sangre en la dirección que deseaban, y cuando pasaban por la calle en la procesión, si veían a su novia o a su cortejada procuraban azotarse de lado, a fin de que le salpicase a ella alguna gota de sangre en el vestido, lo que se estimaba como una exquisita y gallarda galantería.
La voz de la ciencia
Don Valentín Nicomedes González y Centeno disertó ante la Real Academia de Medicina en Madrid, el 21 de marzo de 1776, sobre «Los graves perjuicios que inducen a la salud corporal las vapulaciones sangrientas». Dice el citado médico en ese trabajo que él mismo ha visto saltar alguna vez fragmentos de piel y músculo; en otras ocasiones asistió a pérdidas cuantiosas de sangre. Es cierto que algunos, para echar más sangre, se comprimían la cintura con una faja angosta, o «pritina».
En algunos lugares de Andalucía, las heridas provocadas por el azote eran curadas en las casas particulares, pero en Marchena eso se hacía en medio de la calle, donde había preparado un caldero de vino caliente con cocimiento de romero. Las heridas eran exprimidas, para extraer de ellas los trozos de vidrio que se hubieran quedado; se ponían fomentos de vino caliente y, por encima, lienzos empapados de aceite.
Dos ilustres sevillanos, el presbítero y médico Francisco de Buendía Ponce y el padre Hipólito, monje agustino y rector del colegio de San Acasio, criticaron acerbamente aquel escrito científico. Sostenían que las flagelaciones eran un acto de piedad, útil y piadoso. Todavía un año después el padre Hipólito presentó un nuevo escrito crítico en la Academia de Medicina, en el que insistía en que debían permitirse las vapulaciones sangrientas, «ya sean públicas u ocultas». Sin embargo, las ideas habían empezado a evolucionar. La misma Iglesia prohibió poco después las flagelaciones públicas, organizadas por las cofradías de ciudadanos que eran devotos de determinados santos y que, por el hecho de participar juntos de las flagelaciones públicas y verter en ellas su sangre, solían llamarse entre sí «hermanos de sangre».
Procesión andaluza, foto de Frncisco Ontañón