Unas semanas atrás, el jefe de cardiología, un hombre de mediana edad, de uno de los hospitales más grandes del norte de Italia presentó fiebre. Por temor a que la fiebre obedeciera a COVID-19 solicitó que se le realizara la prueba para descartar infección. Sin embargo, la prueba no se pudo efectuar porque no había suficientes equipos para llevar a cabo el estudio en pacientes sin antecedente de exposición a una persona infectada. Se le indició que permaneciera en su hogar hasta que la fiebre remitiera. Seis días más tarde volvió al trabajo, pero 5 días después volvió a presentar fiebre leve y poco después tuvo tos. Decidió retomar el aislamiento en su hogar. Finalmente, se confirmó el diagnóstico de COVID-19.
Entre 60 y 90 pacientes con síntomas sugestivos de COVID-19 se presentaban diariamente a la sala de guardia del hospital; cuando era posible, se intentaba la ventilación no invasiva, pero el deterioro respiratorio rápido en los enfermos más gravemente afectados, incluidos algunos pacientes jóvenes, era llamativo e imprevisible. Esta incertidumbre se sumaba a la agonía de los profesionales por las decisiones que debían adoptar.
La doctora Lisa Rosenbaum señala que el médico entrevistado fue uno de los tres profesionales con los que habló, involucrados en la atención clínica de los pacientes en el norte de Italia, región que llevaba la peor parte en lo que se refiere a la pandemia por coronavirus, con cientos de casos confirmados y con más de 1000 decesos, hasta mediados de marzo de 2020.
Aunque la naturaleza catastrófica de la epidemia en la región de Lombardía ha sido publicada recientemente, cuando la doctora Rosenbaum entrevistó al profesional, los tres médicos del servicio solicitaron mantener el anonimato, sobre la base de las normativas que habían recibido. Un profesional de otro hospital recibió orden de no realizar entrevistas con personal de la prensa, con la finalidad de no generar pánico en la población. Sin embargo, tal como señalara el profesional, la minimización de la situación estaba teniendo consecuencias letales. “Los ciudadanos no aceptarán las restricciones a menos que se les informe la verdad”, agregó.
La realidad es, no obstante, sombría. Si bien el sistema de salud de Italia es muy eficiente y cuenta con 3.2 camas por cada 1000 habitantes (en comparación con 2.8 en los Estados Unidos), ha sido imposible brindar la asistencia necesaria a tantos pacientes en estado crítico, que consultaron al mismo tiempo. Se cancelaron las cirugías programadas, se pospusieron los procedimientos medianamente programados y se improvisaron unidades de cuidados intensivos (UCI) en los quirófanos. Con todas las camas ocupadas, los pasillos y las áreas administrativas se convirtieron en salas para la atención de pacientes, algunos de ellos con necesidad de ventilación no invasiva. Además del sostén respiratorio, en las neumonías intersticiales graves se suele indicar empíricamente lopinavir-ritonavir, cloroquina y, en ocasiones, dosis altas de corticoides.
El tratamiento de los pacientes con enfermedades no relacionadas con COVID-19 constituye otro desafío; aunque en los hospitales se intentan crear unidades para la atención especial de los pacientes infectados, es muy difícil proteger al resto de los enfermos de la infección. Por ejemplo, en la entrevista, el profesional contó que al menos 5 pacientes internados por infarto agudo de miocardio tuvieron diagnóstico presuntivo de COVID-19 durante la internación.
La protección del personal de salud, incluidas las enfermeras, los terapistas y los sujetos encargados de la limpieza de las salas, es igualmente muy complicada. Como consecuencia del retraso para disponer de los resultados de laboratorio y debido al porcentaje de sujetos infectados asintomáticos, es demasiado pronto para conocer los índices reales de infección entre los profesionales. Estos factores hacen que el control de la infección sea tan difícil. “La infección está en cada uno de los sujetos del hospital, a pesar de las medidas de control que se implementen”, agregó el profesional entrevistado.
La protección del personal que no está en contacto directo con los enfermos infectados – personal administrativo, ascensoristas y de los comedores – es incluso más difícil que la de los profesionales, directamente relacionados con la asistencia de los pacientes infectados que utilizan todos los equipos disponibles de protección. La cuarentena obligada de todos los trabajadores infectados, incluso de los casos leves, es un aspecto decisivo para lograr el control de la infección. Sin embargo, no todos los individuos son igualmente vulnerables a presentar enfermedad grave y, en ese contexto, se debe tener en cuenta la escasez de personal. Los profesionales jóvenes suelen estar en primera fila, al momento de trabajar turnos extra y en especialidades que no son las propias. Aunque tienen deseo de ayudar, están francamente atemorizados.
El temor de los profesionales por su propia salud es válido y explicable, pero tal vez lo más difícil sea ver pacientes morir por los recursos limitados (falta de respiradores), y por la difícil decisión de seleccionar qué enfermos tienen prioridad para recibir asistencia respiratoria. Se planteó un escenario hipotético con dos pacientes con insuficiencia respiratoria, un paciente de 65 años y otro de 85 años con enfermedades preexistentes. Si existe un único respirador, se practica asistencia ventilatoria mecánica en el enfermo de 65 años. En el ámbito hospitalario también se planteó la posibilidad de considerar, no solo el número de comorbilidades, sino también la gravedad de la insuficiencia respiratoria, con el objetivo de intubar a los enfermos que tienen más probabilidades de sobrevivir.
Aunque los protocolos varían de una institución a otra, la edad siempre fue un factor decisivo en el momento de tomar decisiones terapéuticas. Se refirió el caso de un paciente de 80 años en perfecto estado de salud antes de infectarse y presentar insuficiencia respiratoria. El enfermo falleció porque no pudo aplicarse asistencia ventilatoria mecánica.
El sistema de salud de Lombardía es sumamente eficiente y expandió al máximo las disponibilidades de asistencia a pacientes en estado crítico, pero el número de ventiladores no fue suficiente para tratar a todos aquellos que los necesitaban. Terriblemente, “debemos decidir quién fallece y a quién se le ofrece la posibilidad de permanecer con vida”.
Muchos enfermos, a pesar de que se recuperan de la neumonía, requieren asistencia ventilatoria mecánica por períodos prolongados, a menudo entre 15 y 20 días, y la extubación debe ser lenta. En la lucha por retirar el respirador en los enfermos recuperados, mientras otros pacientes progresan a insuficiencia respiratoria grave, muchos hospitales se vieron obligados a disminuir el umbral para la decisión de ventilar, por ejemplo, de 80 a 75 años. Todos los profesionales se mostraron molestos cuando se les consultó acerca de la modalidad con la cual se estaban tomando estas decisiones. En general, los profesionales entrevistados por la doctora Rosenbaum se mostraron avergonzados al hablar de este tema.
La agonía asociada con los aspectos señalados motivó que muchos profesionales de la región buscaran asesoramiento ético. En respuesta, el Italian College of Anesthesia, Analgesia, Resuscitation, and Intensive Care (SIAARTI) estableció recomendaciones al respecto, bajo las directrices de Marco Vergano, un anestesiólogo, jefe de la Sección de Ética del SIAARTI.
El comité, al trabajar en las recomendaciones para la asistencia de pacientes gravemente enfermos, en las UCI, instó a aplicar la sensatez y garantizar la mejor atención posible al mayor número posible de enfermos (soft utilitarian), en el contexto de una realidad caracterizada por la escasez de recursos para la atención de todos los pacientes. Si bien las normativas no sugieren que la edad deba considerarse per se un factor determinante para la asignación de los recursos, el comité reconoció que era necesario establecer algún límite de edad para la internación en la UCI.
Al explicar el sustento racional de las recomendaciones, Vergano reconoció la dificultad que presentan los sujetos de edad avanzada y en mal estado general para superar la intubación por períodos prolongados, necesaria para la recuperación de la neumonía asociada con COVID-19. Después de asistir enfermos durante una semana en el pico máximo de casos, se hizo evidente que la ventilación de pacientes con muy pocas probabilidades de sobrevivir había negado la posibilidad de tratamiento a muchos que podrían haber sobrevivido. Incluso así, las directrices fueron criticadas y se sugirió que la situación relacionada con la infección por este nuevo coronavirus estaba siendo sobrestimada, ya que esta no era peor que la vivida en el contexto de la infección por el virus de la influenza.
Los dilemas éticos, por definición, no tienen respuestas correctas, y la reacción de la sociedad parece inevitable. Con la finalidad de crear una red de ética para la asignación de los recursos que refleje las prioridades de la sociedad, Lee Biddison, un médico de cuidados intensivos del Johns Hopkins Hospital, convocó y dirigió grupos de profesionales de Maryland, destinados a la discusión de las preferencias de los miembros de la comunidad. El documento se emitió en 2019 y se tituló “Too Many Patients… A Framework to Guide Statewide Allocation of Scarce Mechanical Ventilation during Diseasters”; en él se hacía hincapié en que una pandemia de influenza similar a la que ocurrió en 1918 requeriría asistencia en UCI y capacidad para asistencia ventilatoria mecánica, con disponibilidad significativamente inferior a la demandada. Los principios éticos considerados fueron similares a los del comité italiano. Aunque todos coincidieron en que la edad no debería ser el único criterio para tener en cuenta al momento de tomar estas decisiones tan difíciles, las personas reconocieron que, en ciertas circunstancias, “sería apropiado considerar la etapa de la vida”.
Conclusiones
Sea cual fuere el marco ético, y teniendo en cuenta que la escasez de recursos para la salud es inevitable, algunos escenarios son moralmente insostenibles, sobre todo ante la incertidumbre existente, en términos pronósticos. Cada situación merece un abordaje individualizado y, en este contexto, Biddison y colaboradores propusieron un proceso de tres pasos, probablemente igual de importante que los aspectos éticos.
El primero de ellos, y el más importante, tiene que ver con la separación de los profesionales que asisten a los enfermos de aquellos que toman las decisiones iniciales (triage). El equipo de triage integrado por profesional médico y de enfermería con experiencia en asistencia respiratoria es el que debe tomar las decisiones para la asignación de recursos y comunicarlas al equipo de médicos, al paciente y a sus familiares.
En segundo lugar, estas decisiones deben ser revisadas regularmente por un comité centralizado de monitorización, de modo de garantizar que no existan desigualdades inapropiadas. Por último, el algoritmo de triage también debe revisarse de manera regular, de modo de contemplar los nuevos conocimientos que se obtienen acerca de la enfermedad. Por ejemplo, si inicialmente se decidía no intubar pacientes con COVID-19 durante más de 10 días, al comprobarse que la recuperación lleva 15 días, los algoritmos indudablemente debieron ser modificados.
La consideración conjunta de los principios pragmáticos y éticos, así como el reconocimiento de la fuerte necesidad de transparencia e inclusión, son pasos decisivos para logar la confianza y la cooperación de la sociedad. Entre los profesionales silenciados de la China, hasta las falsas promesas de equipamiento suficiente en los Estados Unidos y los reclamos por la asignación racional de los recursos en Italia, estamos comprobando que la negación es mortal. La tragedia de Italia debe aportar sabiduría a los expertos de salud pública: el mejor resultado posible de esta pandemia sería ser acusado de haberse “preparado” de manera excesiva.
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