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François Rabelais (hacia 1494-1553) nos revela aquí sin ambages, en su múltiple condición de escritor, sacerdote, médico, anatomista y burlón empedernido, cuál fue la causa de la aparición en Francia de lo que hoy conocemos como «baños termales»: la incontinencia urinaria del gigante Pantagruel.
Poco tiempo después el bueno de Pantagruel cayó enfermo del estómago, tanto que no podía beber ni comer, y como una desgracia jamás viene sola padeció también un «mea caliente» que le atormentaba como no podéis figuraros; pero sus médicos le socorrían muy bien y a fuerza de drogas lenitivas y diuréticas le hicieron mear todo su mal. Tan caliente estaba su orina que todavía no se ha enfriado y así la tenéis en Francia en distintos lugares, según el curso que tomó, y se llama hoy «baños termales», como en:
Coderetz, Limons, Dart, Belleme, Nesie, Bourbonnensy y otros.En Italia, en Mors grot, Appone, Santo Pietro di Padua, Sancta Helena, Cara nuov, Sancto Bartolomeo. En el Condado de Bolonia. En la Porrette y en otros mil lugares.
Me enfada mucho una caterva de locos filósofos y médicos que pierden el tiempo discutiendo de dónde viene el calor de dichas aguas, si es efecto del bórax, el azufre, del alumbre o del salitre que hay en las minas por donde pasan, pues no hacen más que andarse por las ramas y más les valdría limpiarse el culo con un cardo borriquero que embobarse discutiendo lo que no saben, porque la solución está afirmada y no hace falta preguntar más: dichos baños son calientes porque salieron de una meada caliente de Pantagruel.
Ahora, para explicaros cómo curó de su mal principal, os diré aquí que le prepararon una purga suave con cuatro quintales de escamonea colofoníaca, ciento treinta y ocho carretadas de pulpa de cañafístola y once mil novecientas libras de ruibarbo, sin contar otros menjunjes. Debéis saber que el consejo de médicos acordó que se quitara de su estómago todo lo que le hacía mal; para esto se dispusieron diez y siete grandes ampollas de cobre, mucho más grandes que la que hay en Roma en la aguja de Virgilio, en tal disposición que se las abría y cerraba por en medio a favor de un resorte. En una entró uno de sus criados llevando una linterna y un hacha encendida, y se la tragó Pantagruel como una pildorita. En cinco, entraron tres aldeanos con una pala cada uno. En otras siete, siete leñadores, cada uno con un cesto colgado al cuello, y así fueron tragados como píldoras. Cuando estuvieron en el estómago, cada uno abrió su resorte y salieron, el primero de todos el que llevaba la linterna, y nadaron más de media legua de camino en un golfo horrible, infecto, maloliente más que Mephitis, la laguna de Camarina y el infeccioso lago de Sorbonne de que habla Estrabón. Si no hubiera sido porque se habían antidotado el corazón, el estómago y el jarro de vino, hubieran perecido sofocados por aquellos vapores abominables. ¡Oh, qué perfume! ¡Qué aroma para regalar la nariz de las jóvenes delicadas! Tropezando y tanteando se aproximaron a la materia fecal y a los humores corrompidos y encontraron una gran montaña de mierda. Los leñadores golpearon para deshacerla, los otros con sus palas llenaron los cestos y, cuando todo estuvo bien limpio, cada uno se metió en su ampolla.
Hecho esto, Pantagruel se esforzó para vomitar y fácilmente los echó fuera, pues no abultaban en su garganta más que un pedo en la vuestra. Salieron, pues, en sus ampollas como los griegos en el caballo de Troya, y Pantagruel, por este medio, se vio curado y entró en franca convalecencia.
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«...sus médicos le socorrían muy bien y a fuerza de drogas lenitivas y diuréticas le hicieron mear todo su mal...».
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