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A la memoria de los maestros Pedro Chutro y Ricardo Finochietto, quienes solían dedicar frecuentes veladas al tango.
La música era considerada por el hombre primitivo, igual que por los griegos y otras culturas antiguas, como la expresión de la armonía universal.
Ya en esos días en que a Esculapio nadie le pisaba la víbora y Quirón como buen centauro le llevaba varios cuerpos de ventaja a los médicos de la época, la salud y la música estaban religiosamente emparentadas. Ambas tenían un dios común en Apolo latromántido y contaban como suplentes con el semidiós Orfeo y el poeta Museo, quienes compartían los atributos de la medicina, la música y la adivinación. Esta última era de indispensable valor, dado que no existían los laboratorios de análisis clínicos y la radiología era una especialidad desconocida.
Y así como los pueblos primitivos observaban ritualmente con cantos y danzas todos los acontecimientos importantes de la vida humana, desde el nacimiento hasta la muerte, los griegos comenzaron a realizar fiestas quinquenales llamadas asclepeias, en honor de Esculapio, donde los médicos-sacerdotes se entreveraban con músicos y poetas.
Desde entonces, médicos y músicos siguieron su alianza secular, Beethoven frecuentaba a Johann Peter Frank, el médico higienista precursor de la sanidad pública, con la misma asiduidad que Teodoro Billroth lo hacía con Brahms. Eduardo Arman con José Arce y los hermanos Finochietto y Augusto P. Berto con los practicantes del Hospital San Roque.
Hubo también médicos músicos y músicos médicos que supieron alternar su amor y su pasión en ambas partes. Como Eduardo Janner, que tocaba el violín y la flauta, pero que prefirió quedar en la historia como el descubridor de la vacuna antivariólica; Borodin, que escribió su ópera “El príncipe Igor” a pesar de haber sido los aldehídos y otras yerbas quienes ocuparon la mayor parte de sus desvelos; Héctor Berlioz, que supo abandonar la medicina por la música, sin importarle que su padre, que era médico, intentara “desafinarlo” y terminara después por desheredarlo. Y como Arnaldo Yódice, que escribió su tango “El Dengue” y después siguió operando magistralmente durante cincuenta años, hasta llegar a dar con Vicente Demarco, que no obstante ser músico, decidió ponerle la letra.
Pero esto es harina de otro costal, y retomando el hilo de las danzas y de los cantos rituales, quiero hacerlo a una altura del ovillo donde vayan apareciendo ya las enmarañadas galletas de las estudiantinas. Sobre todo aquellas que realizaban los estudiantes de primavera, en esa época del año tan semejante a sus vidas, donde el futuro suele ser siempre una promesa exuberante y la certeza del porvenir no vacila en volcar en los espíritus un ilimitado optimismo.
En Portugal fueron y siguen siendo las “Quemas das Fitas”; en Santiago de Compostela “La Casa de la Troya”; en París, hasta 1920 aproximadamente, “Los bailes del Bullier” y para nosotros, aquéllos que habrían de dejarnos una verdadera escuela médica, fueron hasta 1924, los “Bailes del Internado”.
La historia de estos bailes se comienza a gestar el 13 de septiembre de 1802, cuando Napoleón crea el Internado en los Hospitales de París. Es evidente que el Emperador, a pesar de su baja estatura, no era hombre que dejara pasar por alto cosa alguna. Los estudiantes franceses concurrieron al Bullier durante todo un siglo. Era tradicional que cada hospital organizara su desfile y sus representaciones. Los temas eran seleccionados y elegidos por un Comité del Internado. Colaboraban en los preparativos los estudiantes de Bellas Artes, quienes eran invitados todos los años, y en forma muy especial prestaban su ayuda algunas damiselas que no vacilaban en poner “también” el hombro a los requerimientos del festejo, donde la alegría y el champagne siempre estaban presentes.
Estos bailes no se realizaron en 1870 y en 1914 a causa de la guerra. Pero como nada se pierde y todo se transforma, ese mismo año los estudiantes porteños, coincidiendo con la reciente reglamentación del Internado, por la que venían bregando hombres como Telémaco Sisini, Marcial Quiroga (padre), José Arce y muchos otros, decidieron celebrar su primer baile el día de la fiesta de la primavera.
No debemos olvidar que en esos tiempos, en que Palermo era la versión porteña de los Champs Elysées, los muchachos estudiaban por textos franceses. Testut como el menú de los restaurantes, no tenía traducido un solo hueso. Se estudiaba Dermatología por Darié, Patología Externa por Forgue y se hollaba al mundo de la Patología Interna mediante Sergent.
El 21 de septiembre de 1914 decidieron ponerle luces propias al baile
del Internado recurriendo al tango. Al tango y a Canaro.
Su primer escenario fue el Palais de Glasse, el mismo en el que años más tarde agasajáramos al Príncipe de Gales y al que Cadícamo dedicara estos versos:
“Palais de Glasse, del ´920,
ya no estás más con tu cordial ambiente.
Allí bailé mis tangos de estudiante.
Allí traté con los muchachos de antes”.
Francisco Canaro, un uruguayo que estudió el violín durante seis meses para después ponerle música a Buenos Aires durante cincuenta años, estrenó aquella noche su tango “Matasano”, dedicado a los internos del Hospital Durand. Tal vez no supo nunca que al hacerlo estaba remedando una actitud similar a la que muchos siglos antes tuviera el poeta Pindaro, al cantar cómo Esculapio curaba los achaques por medio arrobadoras melodías. El mismo Canaro recordará, años más tarde, que fue precisamente en esos bailes donde empuñó por primera vez la batuta de director. También Roberto Firpo, un provinciano nacido en el pueblito de Las Flores, que había venido a Buenos Aires para ponerle música a “El Amanecer”, les dedicó esa noche a los internos del Hospital san Roque (hoy Ramos Mejía), el tango “El Apronte”.
Recordemos de paso, que el Internado no era una prebenda. Era un cargo obtenido mediante una escrupulosa selección hecha entre cientos de estudiantes que debieron prestar servicios gratuitos durante mucho tiempo.
Si desde el punto de vista didáctico, el Internado equivalía a la más amplia extensión universitaria en el orden de las ciencias médicas, y en tal sentido apoyaba eficazmente a la enseñanza oficial, desde el punto de vista humanitario constituyó una gran ayuda para aquellos estudiantes que en vez de “gambetear a la pobreza” en las casas de pensión, encontraron en los hospitales casa y comida y hasta un pequeño sueldo que recibían como mínima compensación a sus esfuerzos y desvelos.
En esa vida hospitalaria se iba formando el futuro médico. Iba adquiriendo aquello que no se encuentra en los libros: el sentido de la responsabilidad en el diario contacto con los enfermos. Se iba habituando desde estudiante a las normas éticas de relación con los pacientes y colegas. Era también allí donde aprendía a conocer las miserias humanas y a convivir con ellas, recibiendo lecciones de experiencia que no habría de olvidar.
Tal vez por todo esto, Francisco Canaro estrena en 1915 “El Internado”. Roberto Firpo participa también en esos bailes y no queriendo quedarse en “El Apronte” les arrimó esa noche “El Bisturí”, un afilado tango que como testimonio de amistad le dedicara al doctor Roque F. Coullin.
Alberto López Buchardo, un frecuentador de la vida nocturna de Buenos Aires, que contribuyó más tarde a consolidar el prestigio del tango en París, compuso “Clínicas”, dedicado a los practicantes del hospital homónimo.
En años posteriores, los bailes del Internado se realizaron en El Pabellón de las Rosas, que estaba ubicado en la avenida Alvear y Tagle, frente a la actual sede central del Automóvil Club.
Dice Canaro en sus memorias: “En dichos bailes los practicantes rivalizaban en el afán de hacer las bromas más grotescas y espeluznantes que pueda uno imaginarse. Hubo casos en que a los cadáveres de la Morgue les cortaban las manos y luego disfrazándose con sábanas, en forma de fantasmas, y con unos palos a la manera de brazos, ataban esas manos yertas, heladas y se las pasaban por la cara a las mujeres, con el efecto que es de suponer. Y así otras bromas por el estilo, exhibiendo otros órganos del cuerpo humano, que extraían de los laboratorios de estudio de los hospitales”.
Mientras tanto, los diarios comentaban ingenuamente: “El baile del Internado se realizará esta noche a las doce en el Pabellón de las Rosas y promete asumir bellos contornos”.
Vicente Greco, el mesías del tango, que se nos fuera prematuramente y a cuya casa de la calle Sarandi concurrían a escuchar su fuelle nada menos que Evaristo Carriego, Roberto Payró y el doctor Ingenieros, inspirado en los disectores y en la no grata costumbre de llevar piezas de disección a los bailes, compuso en 1916 “El Anatomista”; “La Muela Cariada” era otro de sus tangos y estaba dedicado a Agustín Bardi.
Al año siguiente, en 1917, José Martínez, un autor injustamente olvidado a quien debemos títulos como “El Pensamiento”, “De Vuelta al Bulín” y muchos otros, estrena el tango “El Termómetro”, y Osvaldo Fresedo compone para los internos del Hospital Fernández, “Amoníaco”.
Hizo también su aparición en esos bailes del Internado, alguien que por su nombre, su bandoneón, sus tangos y su romántico semblante, habría de brillar con luz propia en la constelación mitológica del Buenos Aires popular. Cuenta De Caro que “vestía saco negro cortón y trencillado, pantalón bombilla a cuadritos y franja negra, pechera dura con corbata voladora, zapatos de charol con taquito militar e iba peinado al medio en “Bandeux”. Se llamaba Eduardo Arolas, el que había empezado por agregarle una “s” a su apellido para terminar siendo bautizado como “El Tigre del Bandoneón”. Aportó a los estudiantes tres de sus tangos: “Anatomía”, “Rawson” (por el nombre del hospital) y “Derecho Viejo”, este último dedicado a los alumnos de Derecho.
Quiso el destino que el autor de “La Cachila” muriera precisamente en un hospital, pero bastante lejos de Buenos Aires. Eduardo Arolas falleció a los 32 años, en el Hospital Bichat de París, el mismo mes y el mismo año en que por extraña coincidencia estaban llamados a morir también los bailes del Internado: septiembre de 1924.
Vendrán después “El Sexto” de Osvaldo Fresedo; los tangos de Augusto P. Berto; “El Séptimo” y “La Biblioteca”, dedicado este último a los socios de la Biblioteca Médica; “Muñiz” de Víctor Troysi, a los internos del hospital del mismo nombre; “La Inyección” de José Artusi, “a los habitués del Centro de Estudiantes de Medicina”.
Más tarde Ricardo Luís Brignolo (“La Nena”) compone “El Octavo” y “El Noveno”, en el que estampa la siguiente dedicatoria: “Con el más grato placer dedico esta música argentina, en honor al Noveno gran baile del Internado”. En 1923 será el mismo Brignolo el autor de “El Décimo”.
Pero no todos fueron tangos en el Internado. Los practicantes habían comenzado también a realizar zafadas representaciones teatrales de cosecha propia, en las que competían anualmente los distintos hospitales.
Ya en los bailes y los concursos se venían realizando en el Teatro Victoria, que estaba ubicado en la calle homónima (hoy Hipólito Yrigoyen), esquina San José. Como es fácil comprender, muchas de las mujeres que participaban en aquellas representaciones no eran precisamente “chicas de su casa”. La mayoría acostumbraba a pasear por Leandro Alem o 25 de Mayo, y según referencias, algunas eran alojadas a “soto voce” en el pabellón de los practicantes hasta con dos o tres días de anticipación. Era una manera entretenida de evitar que pudieran fallarles a último momento. Corría 1920, cuando los practicantes del hospital Alvear obtienen el primer premio con “Adan y Eva en el Paraíso”, escrita por el entonces estudiante Mario X. Landó.
El segundo premio correspondió a la obra titulada “Una Más” donde las referencias a ciertas “costumbres” era el tema de fondo. En 1921, el mismo Landó escribió “El Crepúsculo de los Rompedores”. El hospital Ramos Mejía concursa en 1922 con “La caída del Zar”, donde mostraban a Rasputín haciendo de las suyas...Llega finalmente el 18 de septiembre de 1924. Ese día la “troupe” del Centro de Estudiantes de Medicina, bajo los auspicios y a beneficio del Aero Club Argentino debuta en el Teatro San Martín con “The Medical´s Review”, una publicación escrita por los mismos estudiantes. El rotundo éxito obtenido hizo que siguiera en cartel durante toda la semana.
La noche del debut, el compositor Osvaldo Fresedo estrena un tango que había compuesto especialmente y que fue cantado por un tenor de la “troupe”. Nadie sabía entonces que el título de aquella composición llevaba implícita una premonición. Se llamaba “Despedida”.
Dos días después, alguien le recuerda a Fresedo que se había comprometido con los practicantes para estrenar un tango en el Victoria. Fue entonces cuando José María Rituzzi comenzó a ensayar unas notas en el piano. Después Fresedo haría lo demás. Y así fue cómo al día siguiente, 21 de septiembre de 1924, en el Teatro Victoria y ante la algarabía estudiantil, es ejecutado por primera vez “El Once”. El último tango de los Bailes del Internado.
Pocos días más tarde, el 9 de octubre ocurrió un trágico suceso en el hospital Piñero, en el que perdió la vida un estudiante. Aquello fue el fin del Internado.
Después de esta evocación quiero apelar al testimonio de todos los que hemos tenido el honor de ser practicantes de Hospital. Guardamos cada uno de nosotros, muy celosamente, los recuerdos más gratos del mejor período de lavida del médico. Cuando se halla sólo consagrado a sus estudios a la atención de los enfermos, a los catafalcos y a las bromas, sin preocuparse en absoluto de los demás problemas.
Recién sabemos lo que es la vida exterior cuando alcanzamos el título. Comienza entonces la verdadera carrera, y muchas veces también, en esa lucha áspera por las necesidades vitales, donde comenzamos a ver cómo, poco a poco, se recortan las alas de nuestras ilusiones con los tijeretazos de la realidad.
(*.) Luis Alposta: Nació en Buenos Aires el 30 de junio de 1937. Egresó como médico de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires, el 15 de mayo de 1963.
Más allá de sus actividades profesionales, fue socio fundador de la Asociación “Amigos de la Sociedad Argentina de Escultores”. Por su labor como conferencista, poeta y autor de numerosos trabajos relacionados con la cultura popular es llamado en 1968 a ocupar un sitial como Académico de Número en la Academia Porteña del Lunfardo. Sus poemas figuran en varias antologías. Varios de ellos han sido musicalizados por Edmundo Rivero.
El trabajo que ofrecemos a nuestros lectores, “Los bailes del internado”, es una sabrosa y al mismo tiempo rigurosa evocación de un tiempo ido, de honda significación en los trazos formativos de la personalidad cultural porteña. Para la fecha de publicación de “Los bailes...”, los primeros 70, Alposta empezaba a imponerse, con su personal estilo creativo, en el difícil territorio de la poesía lunfarda y en el ensayo de temas y mitos populares. Pero, como en todo creador auténtico, la intensidad de su veta lírica le harán trascender las acotaciones iniciales. Desde “Entelequias” (1982) hasta “Otro él” (2000) se despliega una calificada obra, poética y en prosa que autoriza a decir que “Luis Alposta, médico” como gusta ser presentado, es un poeta mayor de su entrañable Buenos Aires y un agudo indagador de sus misterios. |
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