|
|
En los quinientos años de presencia blanca en América, no todos fueron atropellos. Las vibrantes palabras con que el coronel Mansilla cuenta en este texto los cuidados prodigados a los indios, equivalentes a la piadosa actitud de Fierro y Cruz para con su protector, son un canto a la solidaridad entre los hombres. Lucio V. Mansilla fue comandante militar de la frontera del río Cuarto entre 1868 y 1870 y, en ese carácter, dirigió una expedición pacífica al territorio de los indios ranqueles. Escritor, político, militar y hombre de mundo, su presencia llena una larga y fecunda etapa de la historia argentina del siglo pasado. Se extinguió en París en 1913, a los 81 años.
El cacique Ramón, jefe de las indiadas del Rincón [n. de r.: actual provincia argentina de Córdoba], me había enviado su hermano menor,como muestra de su deseo de ser mi amigo.
LOS APESTADOS
Linconao, que así se llama, es un indiecito de unos veintidós años, alto, vigoroso, de rostro simpático, de continente airoso, de carácter dulce, y que se distingue de los demás indios en que no es pedigüeño. [...]
Linconao fue atacado fuertemente de las viruelas, al mismo tiempo que otros indios. Trajéronme el aviso y, siendo un indio de importancia, que me estaba muy recomendado y que por sus prendas y carácter me había caído en gracia, fuime en el acto a verle.
Los indios habían acampado en tiendas de campaña que yo les había dado, sobre la costa de un lindo arroyo tributario del río Cuarto. En un albardón [extensión de terreno seco en una región pantanosa] verde y fresco, pintado de flores silvestres, estaban colocadas las tiendas en dos filas, blanqueando risueñamente sobre el campestre tapete. Todos ellos me esperaban mustios, silenciosos y aterrados, contrastando el cuadro humano con el de la riente naturaleza y la galanura del paisaje. Linconao y otros indios yacían en sus tiendas, revolcándose en el suelo con la desesperación de la fiebre; sus compañeros permanecían a la distancia, en un grupo, sin ser osados a acercarse a los virulentos, y mucho menos a tocarles.
Detrás de mí iba una carretilla ex profeso. Acerquéme primero a Linconao y después a los otros enfermos; habléles a todos animándolos, llamé a algunos de sus compañeros para que me ayudaran a subirlos al carro; pero ninguno de ellos obedeció, y tuve que hacerlo yo mismo con el soldado que lo tiraba.
Linconao estaba desnudo, y su cuerpo invadido de la peste con una virulencia horrible. Confieso que al tocarle sentí un estremecimiento semejante al que conmueve la frágil y cobarde naturaleza cuando acometemos un peligro cualquiera. Aquella piel granujienta, al ponerse en contacto con mis manos, me hizo el efecto de una lima envenenada. Pero el primer paso estaba dado, y no era noble, ni digno, ni humano, ni cristiano, retroceder; Linconao fue alzado a la carretilla por mí, rozando su cuerpo mi cara.
MIEDO A LA VIRUELA
Aquél fue un verdadero triunfo de la civilización sobre la barbarie; del cristianismo sobre la idolatría. Los indios quedaron profundamente impresionados; se hicieron lenguas alabando mi audacia y llamáronme su padre. Ellos tienen un verdadero terror pánico a la viruela que, sea por circunstancias cutáneas o por la clase de su sangre, los ataca con furia mortífera. Cuando en Tierra Adentro [el territorio indio] aparece viruela, los toldos [viviendas] se mudan de un lado a otro, huyendo las familias despavoridas a largas distancias de los lugares infestados. El padre, el hijo, la madre, las personas más queridas son abandonadas a su triste suerte, sin hacer más en favor de ellas que ponerles alrededor del lecho agua y alimentos para muchos días. Los pobres salvajes ven en la viruela un azote del cielo, que Dios les manda por sus pecados. He visto numerosos casos y son rarísimos los que se han salvado, a pesar de los esfuerzos de un excelente facultativo, el Dr. Michaut, cirujano de mi División.
AGRADECIMIENTO
Linconao fue asistido en mi casa, cuidándolo una enfermera muy paciente y cariñosa, interesándose todos en su salvación, que felizmente conseguimos. El cacique Ramón me ha manifestado el más ardiente agradecimiento por los cuidados tributados a su hermano, y éste dice que, después de Dios, su padre soy yo, porque a mí me debe la vida.
(Capítulo II). |